La Escritura nació
en Cantabria, más de 30.000 años ANTES que
en Mesopotamia
(Jorge Mª
Ribero-Meneses)
La primera palabra conocida, grabada sobre piedra en
la Cueva del Castillo,
tiene 38.500 años de antigüedad
Introducción.
El desdén con que los arqueólogos excavadores contemplan a la Filología y la ausencia de filólogos dignos de
tal nombre en las excavaciones arqueológicas, son los principales responsables
de que uno de los más cruciales hallazgos de la historia de la Arqueología,
haya pasado absolutamente inadvertido para las personas que lo han realizado. Y
así habría permanecido, inédito y encuadrado en el más espléndido de los
olvidos, si la edición española de la revista norteamericana National Geographic no hubiera tenido
el acierto de publicar recientemente un extenso y espléndido reportaje
consagrado a uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del mundo; el
más importante, sin la menor duda, a la hora de documentar la presencia de
nuestro verdadero antepasado directo, el hombre
inteligente o sapiens. Y me estoy
refiriendo, naturalmente, al impresionante Monte
Castillo de la localidad cántabra de Puente
Biesgo (que no Viesgo).
Mérito, pues, de National Geographic porque en ese número especial sobre La
evolución del hombre en el que tantas y tan sobresalientes referencias
se hacen al papel desempeñado por la Península Ibérica -y,
muy particularmente, por el Norte de
España- en el nacimiento de la Civilización, he ido a descubrir algo que la Ciencia viene persiguiendo,
en vano, desde hace más de un siglo: la
prueba concluyente de que la civilización cantábrica -conviene recordarlo
una vez más, la más antigua del planeta-
no sólo era capaz de ejecutar pinturas y grabados prodigiosos, sino que su
desarrolladísima y completísima cultura fue
la artífice, al propio tiempo, de la invención de la escritura. Una
invención que el más elemental sentido común advierte que hubo de
materializarse en el mismo contexto geográfico en que se concentran maravillas
tales como los bisontes de Altamira
o los exquisitos grabados de Hornos de la Peña, ambos en torno al mismo macizo de Dobra
en el que se integra el Monte Castillo.
El azar puso en mis manos, en efecto, un
ejemplar de ese número especial de National
Geographic que me ha permitido demostrar, al fin, la paternidad cantábrica
de la escritura. El mismo azar que
me llevase a Madrid el día 19 de Marzo de este año 2004 y que, tras obsequiarme
con una jornada deliciosa como celebración del Día del Padre, me hiciese acercarme al kiosko de la estación en la
que íbamos a embarcarnos de regreso a Segovia, en busca de algo completamente
diferente de lo que encontré. Sí, en aquel destartalado kiosko fui a toparme
con ese excepcional monográfico, en castellano, de National Geographic que, obvio es decirlo, no dudé ni un instante
en adquirir. En adquirir, que no en leer, porque mi habitual desbordamiento
de trabajo y lecturas no iba a permitirme profundizar en su estudio hasta casi
tres meses más tarde... y al hilo, nuevamente, de una visita a Madrid. Porque,
por un curioso guiño del destino y a escasas horas de haber constituido,
también en Madrid, la
Fundación de Occidente a la que he legado toda
mi obra y mis bienes, no iba a ser hasta el sábado 19 de Junio que me ocupase de estudiar las páginas dedicadas al Monte Castillo, descubriendo atónito en
ellas lo que de la forma más pormenorizada posible paso a comentar en las
páginas que siguen.
¿Cómo es posible que la fotografía que me ha
permitido hacer este descubrimiento, publicada desde hace meses en una revista
tan masivamente difundida como la mencionada, haya pasado inadvertida para
todas las decenas de miles de personas que la habrán contemplado en todo el
mundo? Dicen que la veteranía es un grado
y supongo que de algo tiene que valerme el hecho de estar viviendo, desde hace
veinte años, exclusiva y exhaustivamente consagrado a descifrar el primer
lenguaje de la
Humanidad. De algo tiene que servirme, igualmente, el hecho
de haber sido el primer historiador que ya en el año 1984 supo comprender que la Humanidad racional había tenido su cuna a orillas
del Cantábrico. Una tesis que la Genética, la Filología y la Arqueología no
cesan de corroborar año tras año, de forma cada vez más amplia, minuciosa y
abrumadora. Algo comentaré, sobre este particular, en estas mismas páginas.