La Escritura nació
en Cantabria, más de 30.000 años ANTES que
en Mesopotamia
(Jorge Mª
Ribero-Meneses)
La primera palabra conocida, grabada sobre piedra en
la Cueva del Castillo,
tiene 38.500 años de antigüedad
Oca, primer lugar poblado de Iberia
Todo apunta, pues, hacia el antiguo Occidente como matriz de la humanidad
inteligente. Y ¿dónde estaba ese extraviado Occidente? Obviamente, en
el país al que desde que el mundo es mundo se ha conocido con ese nombre: la Península Ibérica en
su conjunto y, en épocas más remotas -y, por ende, de memoria mucho más
fidedigna-, una parte muy precisa y concreta de la misma. He aquí lo que nos
dice al efecto el erudito francés Henri
Boudet, en su libro La vraie langue
celtique publicado en Francia en 1886:
Los Occitanos eran los habitantes de las
costas marítimas que rodean al golfo de Gascoña u Océano Tarbelliano, es decir los Aquitanos y los Cántabros.
Cuando existe un único pueblo en todo el
mundo que ha ostentado el nombre y el título de Occidental, resulta sencillamente peregrino perderse en
elucubraciones respecto a quiénes fueron aquellos Occidentales que por
morar a orillas del Océano que cierra el mundo conocido por el Occidente, fueron
identificados como los habitantes del Fin
del Mundo, como los pobladores de lo Último
y Postrero de la Tierra. Lo que, a su
vez, venía a ser como reconocer que habían sido los primeros habitantes
racionales de nuestro planeta, pues jamás fue un secreto para nadie que las
aguas del Océano habían sido el escenario en el que se había producido el
alumbramiento de nuestros primeros antepasados racionales. Aquellos que,
convertidos en dioses por la ingenuidad
y por la fantasía popular, harían que llegase a tomar forma la convicción
-tántas veces reflejada en los escritos de los autores clásicos- de que... el
Océano había sido la cuna de los dioses.
Es muy significativo que las figuritas de arte
mobiliar más antiguas descubiertas en el continente euroasiático, sean
precisamente ocas o especies
estrechamente emparentadas con ellas: gansos,
patos, cisnes... Y digo que es significativo porque aunque la Arqueología lo
haya desconocido hasta hace muy poco, el culto rendido a las aves acuáticas es infinitamente más
antiguo que el dispensado a todos los animales que tan profusamente
representados encontramos en los yacimientos del Paleolítico Superior. ¿Es casual el parentesco de la palabra oca
con los términos Océano, Ocaso y Occidente que desde tiempos
inmemoriales han designado al litoral
cantábrico ibérico? La respuesta a esta pregunta me obliga a retrotraerme a
las más remotas y fidedignas noticias que sobre el primer poblamiento de España
han llegado hasta nosotros:
E fue
la primera puebla que hicieron los Españoles Montes de Oca, e fueron esas gentes llamadas Centúbales e poblaron las riberas de Ebro e a la tierra llamaron Celtiberia
e después la llamaron Carpetania.
En estos términos tan categóricos se expresa
al antiguo cronista regio Diego de
Valera, en su Corónica de España
abreviada, por mandado de la muy noble Señora Doña Isabel de Castilla,
publicada en la ciudad de Burgos en el año 1487. ¿Son los actuales Montes
de Oca burgaleses -en los que se encuentra el más importante de todos
los yacimientos antropológicos descubierto en el planeta hasta el presente- ese
punto de la geografía española donde tuvieron su primer asiento los habitantes
de la Península Ibérica?
A juzgar por los espectaculares restos
fósiles que están proporcionando los distintos yacimientos de Atapuerca,
podríamos sentirnos inclinados a pensar que, efectivamente, las viejas
tradiciones ibéricas atinaban al establecer la cuna de todos los Españoles en esa comarca de la provincia de
Burgos regada por el río Oca o... (mucha
atención) Besga. De hecho, Diego de Valera -como los demás
antiguos historiadores españoles que recogen esta viejísima tradición respecto
al primer lugar poblado de Iberia-, estuvo sin duda persuadido
de que esos Montes de Oca documentados por las más
vetustas fuentes históricas, eran aquellos que hoy responden a este nombre y en
los que, por un curiosísimo guiño del destino, han ido a aparecer los restos
fosilizados de los más antiguos pobladores, conocidos, de Iberia... y de todo el continente
europeo. Sin embargo, tanto Valera como cuantos sostuvieron antes que él
esa supuesta primogenitura de los Montes
de Oca, incurrieron en el error
de desconocer que han existido varios enclaves denominados Oca en el Norte de España
y que sólo un estudio en profundidad de todos ellos permite llegar a discernir
cuál fue el primero que ostentó ese nombre, legado más tarde a todos los demás.
Aunque no voy a entrar ahora en el estudio de
esta materia, sí quiero dejar clarísima constancia en estas líneas de que esa Oca
a la que nombran nuestros antiguos historiadores, identificándola con los
primeros escenarios de la singladura humana sobre suelo ibérico, estuvo situada a orillas del Océano al que, como resulta evidente,
debía su nombre. Y es que una de las claves que conducía a la
identificación del primer escenario de la vida humana -sobre el suelo de Iberia y también de allende...-, se
escondía tras esta familia de voces hermanas a las que, hasta hoy, ni se había
concedido importancia alguna ni se había reconocido el parentesco que las
vincula: oca..., océano..., ocaso..., occidente..., ocultar..., ocluir...,
ocupar..., occiso..., ocre...
Océano = Okeanos es uno de los más viejos nombres de la mar
a la que hoy conocemos como Cantábrica
y a la que las gentes de la Antigüedad relacionaron con el Occidente
extremo, con el final de la Tierra. Pues no en balde lo era, por lo menos hasta que en el año
1492 llegamos los Europeos al continente americano y descubrimos un mundo que nada tenía de Nuevo y que a tenor de lo que prueban
recientes hallazgos arqueológicos, las pinturas rupestres y el estudio
comparado de las lenguas habladas a una y otra orilla del Océano, ya había sido hollado y colonizado por los propios
habitantes de la Península Ibérica
y del Sur de Francia, hace la
friolera de 20.000 años.
Todo el litoral cantábrico, desde Galicia hasta el País Basko, era y sigue siendo bañado por aquel Océano
Kántabro o Mar Océana hacia la que peregrinaban
las gentes de todo el mundo antiguo en el ocaso
de sus vidas, siguiendo devotamente la trayectoria del astro solar, con el fin
de ir a morir en las mismas aguas del País
del Ocaso o del Océano
en el que estaban persuadidas que el Sol moría todos los días a la hora
del crepúsculo. ¿Cómo explicar si no -pensaban
en su infinita ingenuidad- el hecho de
que el Astro Rey se tiña intensamente de rojo cada atardecer, proyectando su
color a las aguas de esa Mar Océana
o de Occidente
y consiguiendo que toda ella, cual si de sangre
se tratase, adquiera esa misma tonalidad ocre o rojiza? Por eso fue Roja otra de las denominaciones de
aquella Mar Occidental en la que el Sol moría todos los días al anochecer,
contemplado con extasiada devoción por todos los pobladores de la costa
cantábrica.
Debo abrir un paréntesis en este punto para
ponderar un hecho que merece ser conocido y que supone la enésima confirmación
de cómo la Arkeoantropología se
encuentra literalmente en puertas de reconocer la filiación cantábrica de la Humanidad racional o sapiens. Retrotraigámonos al día 3 de
Junio del presente año 2004. La primera cadena de TVE, en horario de máxima
audiencia, emite una película-documental sobre la evolución humana, en la que
se pasa revista a todas y cada una de las especies homínidas que han poblado la Tierra, atribuyéndoles -¡cómo no!- un origen africano. Hasta aquí, pues, nada nuevo bajo el sol. Pero la sorpresa
de esa costosa producción cinematográfica, surge en los últimos tramos de la
misma. Porque después de presentarnos al hombre
de Neanderthal y de defender despropósitos tales como que tocaba la flauta o que hizo importantes aportaciones culturales al
homo sapiens, los realizadores de esta primera película sobre la genealogía
humana tienen que habérselas con la parte más comprometida y espinosa de la
misma: aquella que se ocupa de nuestros antepasados directos, los homo sapiens. Y es que a diferencia de
las elucubraciones sobre la idiosincrasia y modo de vida de los homínidos, que no interesan
absolutamente a nadie y en las que los dislates -si se producen- se toman a
mero beneficio de inventario, todas las noticias sobre nuestros verdaderos
padres racionales son objeto de un profundo análisis por parte de un
considerable y creciente número de personas. Y no me refiero exclusivamente a
gente especializada, sino a personas de la más dispar y variopinta condición y
a las que aglutina su afán por conocer la verdad respecto a nuestra
ascendencia. O mejor, especifico, respecto a nuestra verdadera ascendencia.
Pues bien, a la hora de ubicar
geográficamente a los primeros homo
sapiens conocidos, los antropólogos más renombrados del mundo que han
intervenido en la producción de la película antedicha -oportunamente titulada La odisea de la especie- no vacilan en
situar a orillas del Cantábrico
a nuestros antepasados directos los primeros hombres modernos, reconociendo con ello, de facto, la primogenitura
histórica de la región más septentrional de la Península Ibérica. Aunque
los antropólogos que han dirigido la película en cuestión llegan todavía más
lejos, al reconocer por vez primera que no está claro en absoluto cuál pudiera
ser la remota procedencia de aquellos primeros sapiens a los que, coherentes con los resultados de todos los
estudios filológicos y genéticos, postulan como pobladores del Norte de España. Exactamente la misma
tesis que vengo defendiendo en solitario desde el año 1984 y por la que he debido pagar el altísimo precio de veinte años
de persecución científica y de ostracismo. Con la particularidad de que para
realizar aquel descubrimiento, a falta de Atapuerca
y de los análisis del ADN entonces
inéditos, me bastó con el estudio del lenguaje, de la toponimia y de los
inapreciables testimonios que nos han legado las más viejas fuentes históricas.
Pero la Antropología
no sólo sigue mis pasos a la hora de localizar a los primeros hombres modernos y de cuestionar su
insostenible filiación africana. Porque demostrándose una vez más que mis
veinte años de investigaciones no han caído en saco roto y que la difusión de
mis tesis vía Internet está abriendo
los ojos de muchos, los arqueólogos que han confeccionado el guión de La odisea de la especie nos muestran a
nuestros primeros ancestros racionales rindiendo
culto al Sol a la hora en que, con la llegada del crepúsculo, el Astro Rey se sumerge en las aguas del Océano, tiñendo intensamente de rojo el
cielo y las aguas del antiguo final de la Tierra. Porque fue ésta en definitiva, la de la
supuesta muerte del Sol
en el Occidente de Iberia a la hora del ocaso, una de las
principales razones que contribuyeron a conferir sacralidad y nombradía a las
tierras del Norte de la Península Ibérica,
hasta el punto de convertirlas en el primer núcleo de civilización del planeta,
escenario de los primeros episodios de la aventura racional de nuestra especie.
Y debo dejar clara y rotunda constancia de que jamás historiador, pensador o
escritor alguno había siquiera vislumbrado la colosal trascendencia que en los
orígenes de la civilización humana, tuvo el culto rendido al Sol
Poniente por los primeros seres racionales que habitaron en las costas
septentrionales de la Península Ibérica.