La Escritura nació en
Cantabria, más de 30.000 años ANTES que
en Mesopotamia
(Jorge Mª
Ribero-Meneses)
La primera palabra conocida, grabada sobre piedra en
la Cueva del
Castillo,
tiene 38.500 años de antigüedad
El homo sapiens u hombre occidental
Las investigaciones interdisciplinares no
conducen ni remotamente a la conclusión de que el hombre moderno procede de
África. Porque el estudio del lenguaje y de todas las tradiciones culturales
demuestra que la dispersión de la
Humanidad desde un solar común se produjo en una época
relativamente cercana: hace en torno a 40 / 50 mil años. Y es la lengua
euskérica -no las lenguas africanas- la que se ha conservado más fiel al habla
originaria de la que dimanan todos los idiomas hoy hablados en el mundo. Por otra
parte, nadie ha sido capaz de explicar cómo es posible que la especie homo sapiens haya emigrado
-supuestamente- de África en una época tan próxima y que, sin embargo, existan
tantas diferencias genéticas entre los humanos contemporáneos y los actuales
habitantes de África. Por el contrario, los estudios de Biología Molecular
efectuados por Universidades europeas y americanas, han probado que los
habitantes de las regiones orientales del litoral cantábrico son -en el
contexto de todo el planeta- los que
mayor parentesco genético presentan con los más antiguos homo sapiens conocidos.
Aunque tanta o mayor fuerza que las
conclusiones de la Ciencia
respecto a nuestro pasado más remoto, la tienen aquellas otras consideraciones
a las que podemos llegar a través de un razonamiento puramente deductivo y que
tienen como soporte el más sólido y fiable de todos los cimientos o fundamentos: el del sentido común. Voy, pues,
a poner un ejemplo de cómo la aplicación del más elemental y escaso de todos
los sentidos, el mal llamado sentido
común, permite llegar a conclusiones absolutamente incontrovertibles y que,
en el asunto que nos concierne, zanjan de raíz cualquier posible divergencia o
controversia respecto a cuál sea la región del planeta que tuvo el privilegio de
engendrar a la primera Humanidad.
Es perfectamente sabido que la Antropología
suele recurrir al estudio de los pueblos primitivos contemporáneos nuestros,
cuando de deducir el comportamiento del hombre prehistórico se trata. Un
procedimiento que a mi juicio no tiene nada de riguroso y que puede conducir y
de hecho está conduciendo a conclusiones absolutamente erróneas. Porque la
pervivencia en nuestra época de pueblos cuyo nivel cultural es similar o
incluso inferior al de los pueblos paleolíticos del Occidente de Europa, se
explica solamente como un fenómeno de regresión
cultural -casi inevitable en zonas selváticas escasa o nulamente
comunicadas- y no como un fenómeno de pervivencia de pueblos prehistóricos que
han conservado, merced a su aislamiento, los modos de vida de nuestros
antepasados de hace 20 ó 40 mil años.
Los pueblos primitivos que siguen existiendo
hoy en determinadas zonas de África e Iberoamérica, muy principalmente, no son pueblos prehistóricos que no han evolucionado
sino, muy al contrario, derivaciones de pueblos antiguos que han conocido un
galopante proceso de degradación cultural. No tienen, pues, validez alguna
las conclusiones que, por extrapolación, se están obteniendo de ellos en el
empeño por reconocer la idiosincrasia de las gentes que poblaron Europa hace
varias decenas de miles de años. Porque aquellos pueblos euroccidentales del
Paleolítico Superior tenían un nivel
cultural infinitamente mayor al que hoy poseen los pueblos primitivos
contemporáneos. Y si no, búsquense entre éstos las cuevas con pinturas y
grabados rupestres que sean remotamente similares a los gestados hace 20 ó 30
mil años en la región cantabrofranca...
Hecha esta precisión que estimo pertinente y
necesaria, voy a ofrecer una muestra de cómo pueden llegar a esclarecerse las
claves principales de nuestros orígenes, sin necesidad de efectuar
investigación o excavación alguna y apelando exclusivamente a la lógica más
elemental. Contando, pues, con la única herramienta que se encuentra al alcance
de todos y mediante la cual pueden llegar a resultar ociosos y hasta inútiles
los más sofisticados -y costosos- métodos de investigación. Y es que resulta
grotesco contemplar cómo se están invirtiendo en África centenares de millones
de dólares, en el empeño por esclarecer la filiación del ser humano, cuando con
un coste cero, sin mediar
investigación ninguna y sin otro auxilio que el de la inteligencia, resulta
perfectamente posible si no señalar con total precisión el lugar en el que se
produjo el nacimiento de nuestra especie sí, por lo menos, delimitar la región
en la que tuvo lugar ese alumbramiento.
Empecemos por decir que la condición de
pueblo primogénito de la
Humanidad lleva implícita la de pueblo colonizador. La de pueblo
imbuido de un profundísimo e inquieto espíritu viajero. Si así no fuera, si
nuestros verdaderos antepasados no hubieran sentido la honda necesidad de salir
de su territorio a la busca de nuevas tierras
de promisión, entonces nuestro planeta permanecería hoy virtualmente
despoblado, concentrándose toda la
Humanidad en la región en la que había tenido su primer solar
y asiento. Algo semejante a lo que sucede con todas aquellas especies animales
que, no habiendo sido llevadas por el hombre en sus empresas de colonización,
han permanecido ancladas a un mismo territorio desde sus orígenes mismos.
Porque es importante establecer que la condición viajera no es consustancial a todas las especies animales, incluido
el género homo. En absoluto. Salvo
determinadas aves y peces y casi siempre por razones climáticas o
medioambientales, es propio de la mayor parte de las especies el colonizar un
territorio determinado y luchar a toda costa por conservarlo, en competencia
con las demás especies a las que, naturalmente, mueve un espíritu similar.
Hemos de convenir, pues, en que la posesión
de una acrisolada vena colonizadora
es una condición sine qua non que
debe acreditar cualquier pueblo de la
Tierra que se postule como primogénito de la Humanidad. Sobremanera
cuando la colonización del planeta en su
integridad, ha entrañado dificultades tales como las de trasponer océanos, sobrevivir en regiones de clima polar o tórrido,
superar cordilleras casi infranqueables o penetrar en zonas selváticas vírgenes infestadas de peligros y de inquilinos
hostiles y casi siempre mortíferos. Ocioso es decir hasta qué punto ha tenido
que ser acendrado el afán viajero -y el grado de desarrollo cultural y técnico-
de nuestros verdaderos antepasados, para que todas estas metas y retos hayan
podido superarse de manera no sólo sobresaliente sino meteórica. Porque una vez
que la Humanidad
inteligente, por razones que analizo y estudio en otras partes de mi obra,
decide afrontar la conquista del
planeta, logra consumar su propósito en un lapso de tiempo excepcionalmente
corto que no excedería de los diez mil años. Salvedad hecha, eso sí, de todas
esas zonas continentales de África que a mi juicio y lejos de
ser la cuna de nuestra especie, como se pretende, han sido las últimas en
conocer de la presencia del homo sapiens. Por razones más que obvias, que
tienen que ver con lo inhóspito de su clima y de su territorio. Aspecto este
que también nos ofrece una pista importante en relación con la ascendencia del
pueblo que colonizó la Tierra,
ya que resulta sintomático que despreciara las zonas de climas
excesivamente cálido, decantándose por las templadas, húmedas o incluso
frías. Y, por supuesto, por las montañosas.
Pretender que fueron los Africanos quienes
poblaron la Tierra
cuando han sido las frías tierras de Euroasia las que primeramente fueron
colonizadas, resulta sencillamente demencial y risible. Porque esos supuestos
colonizadores africanos habrían dado media vuelta en cuanto se hubieran topado
con la primera nevada. Y para establecer esta conclusión no se requiere de
talentos ni de estudios especiales; basta, simplemente, con aplicar el sentido
común: en un país como España en el que, a mucha menor escala, se dan los
mismos contrastes climáticos que puedan existir entre África y Europa, es
perfectamente conocido que las gentes del Sur de la Península
aborrecen el clima del Norte para vivir durante todo el año, con parecida
hostilidad a la que evidenciamos los habitantes del Norte ante la posibilidad,
siquiera sea remota, de tener que residir en las regiones andaluza y levantina.
Y si esto es así cuando existen unos contrastes climáticos moderados, imagínese
lo que será cuando la disyuntiva se plantea entre el norte de Europa y las
inhabitables regiones de África de las que los antropólogos contemporáneos pretenden
hacernos descendientes.
Si hubieran sido los africanos los padres de la Humanidad, bien puede
afirmarse que las zonas cálidas de la
Tierra serían las únicas pobladas. Y que el hombre no se
habría extendido mucho más allá de África y, en la hipótesis más optimista, del
sur de Euroasia. Porque -y con ello vuelvo a retomar el hilo de mi
argumentación- es notorio y manifiesto que el africano es el pueblo menos viajero del planeta. Tan poco
viajero que hasta la fecha no se le conoce ni
una sola migración fuera de su continente, salvedad hecha -claro está- de
las que ha debido acometer por la fuerza y bien a pesar suyo. Y si los pueblos
de África no han salido de su continente ni una sola vez en toda la Historia conocida, cabe
deducir que en épocas anteriores en las que los desplazamientos resultaban
todavía más problemáticos, las cosas habían sucedido exactamente del mismo
modo.
¿No cabe tildar de delirante la hipótesis hoy al uso de que pueblos africanos colonizaron
el mundo hace 100 ó 150 mil años, cuando por una parte los negros brillan por
su ausencia en todo el planeta y, por otra, tenemos constancia inequívoca de
que ningún pueblo de África ha salido a colonizar región alguna del orbe en los
últimos diez mil años de historia medianamente conocida?
El espíritu
colonizador está firmemente grabado en los genes de los pueblos más
antiguos de la Tierra. Y
ello como consecuencia inevitable de una tradición de migraciones y de empresas
de colonización y de conquista que se ha prolongado por espacio de decenas de miles de años. ¿Alguien
podría indicarme dónde se encuentra escondido ese gen viajero entre los pueblos africanos cuando sus únicas
migraciones conocidas han sido aquellas que han emprendido forzados por los pueblos
euroccidentales, ya fuera para nutrir el mercado de esclavos del Nuevo Mundo, ya para surtir de mano de
obra barata a las opulentas naciones del Occidente de Europa? Y nótese que, en
ambos casos, han sido los inquietos y endémicamente
colonizadores pueblos euroccidentales -Iberos
y Británicos
principalmente- quienes han obligado
a viajar a los africanos a otros continentes. Siempre muy a pesar suyo.
En suma, que la hipótesis del poblamiento
del mundo por gentes salidas de África constituye el mayor atentado del que el
sentido común haya sido objeto jamás, aportándome nuevos argumentos para
repetir, una vez más, mi ya clásica
premonición respecto a que, en el decurso del próximo siglo, la tesis de
nuestro origen africano acabará gozando del mismo crédito y respetabilidad que
hoy pueda merecernos ese cuento de hadas que describe cómo los dos primeros
seres humanos, Adán y Eva, fueron creados por Dios en el Paraíso Terrenal...
Bueno, pues lo que acabamos de ver respecto
a las gentes de África, no difiere demasiado de lo que podríamos postular
respecto al flaco espíritu de conquista con que se han visto adornados los
pueblos asiáticos, identificados también, hasta ayer mismo, con los primeros
pobladores de la
Tierra. Porque es perfectamente conocido que Chinos, Indios o Japoneses gustan de seguir los pasos de los
pueblos europeos, yendo siempre a la zaga de ellos. Y respecto al supuesto
poblamiento de América por parte de pueblos asiáticos que cruzaron el estrecho
de Bering durante el último período glaciar, está casi todo por saber y por
decidir respecto a ese poblamiento que tántos interrogantes, de toda índole,
plantea. Y ahí está, si no, el hallazgo en 1999 de los restos de unos indios
que poblaron Brasil hace más de diez mil
años y que no eran de origen
asiático. Lo que prueba dos cosas que siempre han estado perfectamente
claras: en primer lugar, que América fue visitada en la Antigüedad por
pueblos distintos, llegados por mar a través de los oceános Atlántico y
Pacífico; y en segundo lugar, que varios, si no la totalidad de esos pueblos,
procedían del Occidente de Europa.
Sabemos poco de los primeros pobladores de
América, aunque sí lo bastante como para poder deducir que tampoco alumbró en ellos
la llama de la inquietud viajera. Porque está claro que no hicieron incursión
alguna fuera de su continente. Y porque tampoco parecen haberse movido
demasiado dentro del mismo, a juzgar por las abismales diferencias que se
aprecian entre los cultísimos y archiurbanizados pueblos de Sudamérica y los
harto más rústicos y asilvestrados habitantes de Norteamérica.
La mejor prueba del carácter estático de los pueblos asiáticos nos la
proporciona el pueblo chino, habitante de un extenso país que no parece haber
abandonado jamás, a pesar del acuciante problema de superpoblación que ha
padecido y padece. Y algo parecido podríamos decir de la nación India, aquejada
también de ese mismo problema de desmedido crecimiento geográfico y a pesar de
ello reacia a desmembrarse con movimientos migratorios como los que, de manera
general, han protagonizado la mayoría de los pueblos de Europa.
Especial National Geographic
España 2004
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Hablemos pues, por último, de los pueblos
europeos y, muy en particular, de aquellos que habitan en el Occidente de Europa. Hablemos, sí, de
la inusitada tradición viajera de estos pueblos a los que vengo postulando en
solitario como los más viejos de la Tierra. Con más que sobrados fundamentos. Porque
nadie osaría poner en duda que fueron ellos quienes acuñaron el concepto mismo
de emigración, cuando -por una
parte- los cuatro únicos Imperios colonizadores que han existido en la Historia han sido, por
este orden, el español, el portugués, el británico y el francés
y, por otra, hasta el término mismo, migración significa Occidente. Que tal es el significado
del nombre del Magreb, trasplantado al litoral africano por las mismas gentes
del litoral cantábrico que dieran nombre a Mogro o a Mogrobejo...
Alguien podría decir que la tradición
viajera de los países del Occidente de Europa no se remonta a épocas demasiado
remotas. Sí, alguien podría esgrimir este argumento en contra de mi tesis y,
naturalmente, se equivocaría. Porque hace nada menos que 6000 años ya está documentada la presencia de pueblos euroccidentales... ¡en China!
Y mucho más atrás en el tiempo, en torno a hace 40.000 años, gentes originarias del Occidente de Europa que
reverenciaban a la Oca Solar como su divinidad suprema, andaban ya
zascandileando por Siberia y tallando figuritas de su diosa con la preciosa
materia prima que les proporcionaban los cuernos de mamut....
Algo parecido podríamos decir del
poblamiento de Australia -obviamente por mar- por parte de unos individuos que
realizaban pinturas rupestres, que tenían creencias afines a las de los pueblos
de Occidente y que, además, poseían
unas rasgos faciales en los que no resultaba difícil reconocer el marchamo de
los neanderthales
europeos.
Por lo que a América se refiere,
existen ya pruebas científicas que demuestran que fueron los pueblos del Norte de España los
primeros en viajar a ella, no siendo la navegación de los Españoles encabezados
por Cristóbal Colón sino una nueva edición
de algo que había sucedido, que llevaba sucediendo desde hacía muchos miles de
años, teniendo siempre a los pueblos del Occidente
de Europa como protagonistas (ver gráfico, fig. 1). Leamos lo que R.
Martínez de Rituerto escribiera en el año 2000 en las páginas de El País:
Colón partió de España para descubrir América en
1492, pero no fue el primer vecino de la Península Ibérica
en pisar aquel continente. Los primeros
habitantes de América, culturalmente emparentados con los que pintaron las
cuevas de Altamira, llegaron al otro lado del Atlántico hace unos 20.000 años, según
el paleoantropólogo Dennis Stanford, director del Departamento de Antropología
del Museo de Historia Natural de Washington. Stanford presentó ayer (7-IV-2000)
su tesis de que los americanos tienen tatarabuelos ibéricos, en un congreso
celebrado en Filadelfia por la Sociedad Americana de Arqueología. "Venían de la Península Ibérica,
no de Siberia", dice.
Stanford ha dedicado su vida de investigador a
buscar a los primeros americanos. La tesis convencional señala que cazadores de
mamuts llegaron hace unos 14.000 años a América desde Asia, cruzando sobre los
hielos del estrecho de Bering para extenderse, con el paso de los milenios, por
todo el continente. El que se tiene como el yacimiento arqueológico más antiguo
de Estados Unidos se halla en Clovis (Nuevo México), en el suroeste del país, y
siempre se ha trabajado en él pensando que fue un asentamiento de aquellos
viajeros asiáticos. Pero si sus ocupantes procedían de Siberia, en Asia debería
quedar algún tipo de vínculo.
Los restos de Clovis, imposibles de relacionar con
Asia, son a ojos de Stanford indistinguibles de los del período Solutrense que,
en su momento más brillante, produjo los grabados incisos y el centenar de
pinturas de bisontes, caballos, jabalíes y ciervos de Altamira. Lo que ayer defendió Stanford es que los cazadores de
Clovis derivan de Cactus Hill, donde se han hallado útiles y puntas que son
otro calco del Solutrense ibérico, y que esos colonos de Cactus Hill, los
primeros americanos, procedían de la Península Ibérica,
convertida entonces en un refugio de los europeos que sufrieron la última glaciación.
"Sólo existe una cultura que era capaz de
fabricar esas piezas bien pulidas con una tecnología similar: la Solutrense",
señala Stanford. Esta cultura fue intensamente explotada por los Cromagnones
que habitaron la Península Ibérica hace 18.000 años. En las
últimas décadas, los científicos han descubierto en numerosos yacimientos de la Península Ibérica,
muestras de esta cultura. Puntas de
lanza similares a las norteamericanas de la cultura Clovis, han sido
encontradas en cuevas de Cantabria, Andalucía y una amplia zona del litoral
mediterráneo.
Al margen de las similitudes tecnológicas, Dennis
Stanford sostiene que los recientes
hallazgos de fósiles humanos en Alaska y en el estado de Washington sugieren
que los colonizadores del continente americano proceden de las poblaciones del suroeste de Europa que, paralelamente, también
emigraron hacia las áreas más septentrionales de Asia.
El
paleoantropólogo de la Smithsonian Institution está convencido de que
los cazadores y pescadores ibéricos emigraron hacia el norte y el oeste
siguiendo el borde de los hielos y que cuando no avanzaban a pie, lo hacían en
barca.
El científico del Instituto Smithsonian apunta que las
poblaciones ibéricas con tecnología solutrense podrían haber tenido los mismos
conocimientos de navegación que los actuales nativos del Círculo Polar. De esta
forma, apunta que fueron capaces de navegar hasta América, en embarcaciones
fabricadas con pieles de animales, aprovechando una meteorología favorable y
las fuertes corrientes. "Estos
antecesores de los españoles podrían haber cruzado el Atlántico en sólo tres
semanas".
La
Genética rige
y determina los comportamientos humanos hasta el punto de que, como acabamos de
ver, hayan sido los mismos pueblos del planeta los que, tanto a lo largo de la Historia como de la Prehistoria- han
acometido todas las empresas de colonización y de conquista. Un fenómeno que ya
en época moderna había de dar lugar al nacimiento de los llamados Imperios
coloniales, extendidos por todo el mundo y fraguados en todos los casos
por los países de la fachada atlántica, occidental,
europea. Lo que prueba que no era sólo la búsqueda de la hegemonía y el poder
lo que se ocultaba tras todos esos empeños por llevar la presencia de la Europa Occidental
a todo lo largo y ancho del planeta, desde América hasta Asia, pasando por
África o Australia. No. Era mucho más que eso. Ha sido el seguimiento de una
profundísima llamada atávica el que ha condicionado -y sigue condicionando- el
comportamiento de los pueblos euroccidentales,
hasta el extremo incluso de que hogaño y una vez consumada la colonización de la Tierra, se está larvando ya
la nada remota empresa de exploración del espacio. Y ello, siempre, por parte
ora de los Europeos, ora de sus descendientes y afines los Norteamericanos.
No está lejano el día en que los países de
Occidente establecerán las primeras colonias humanas en los planetas más
próximos a la Tierra. Y
si ello llega a ser posible, que nadie dude de que ése habrá
sido sólo el primer paso de una empresa de conquista
del universo que, en el decurso de cientos de miles de años, habrá de
llevar la presencia humana hasta los más remotos confines de éste. Porque desde
el momento mismo en que los primeros seres humanos abandonaron su viejo solar
de las montañas cantábricas, se abrió un proceso que no ha alcanzado ni
alcanzará jamás su consunción y que ha sido y seguirá siendo protagonizado por
los descendientes más próximos de aquellos hombres que en época paleolítica
decidieron salir de su tierra para conocer y conquistar nuevos territorios.
¿En qué cabeza humana cabe que puedan haber
sido pueblos africanos los que colonizaron la Tierra, cuando -como hemos visto- una de sus características
más acusadas es precisamente la de su sedentarismo y su nula vocación y
tradición viajera? Cosa por otra parte lógica, habida cuenta del enorme retraso
cultural de todos esos pueblos y de que es conditio
sine qua non para que cualquier empresa de colonización o conquista
prospere, la de que el pueblo que protagonice ese intento posea un alto y
acrisolado nivel de desarrollo intelectual y cultural. Sólo así resulta posible
superar todo el cúmulo de riesgos y de imponderables que estos empeños entrañan
y que no se reducen, sólo, a la obvia hostilidad de los pueblos que tienen que
sufrir y soportar la inopinada llegada de un pueblo extraño, llegado con la
intención de someterlos.
Si Salustio documenta que todos los
pobladores del norte de África eran originarios de la Península Ibérica,
si todas las pinturas rupestres africanas son un calco moderno de las
españolas, si toda la toponimia africana es de cuño ibérico, si el propio
nombre de este continente tiene su origen en el Norte de España, si, en fin,
las lenguas africanas no son sino formas harto degradadas de la lengua
primigenia hablada en Iberia..., ¿quién me convencerá de que el hombre racional
o sapiens ha tenido su cuna en
África?
Mark Sonkerin, antropólogo de la Universidad de
Pensylvania que participó en la elaboración de la teoría de la Eva
Negra, tuvo que acabar reconociendo que no
existen pruebas que demuestren de forma concluyente que el origen de nuestro
primer antepasado común estuviera en África. Y en la misma línea
revisionista, Allen Templeton, antropólogo de la Universidad de St.
Louis, en Missouri, admitiría que no hay datos que avalen una invasión del
homo sapiens desde África, con posterior expansión por el resto de los
continentes. En suma que, como reconocen quienes han elaborado el guión
científico de la película La odisea de la
especie anteriormente citada y como prueba el hallazgo de tres individuos
etíopes que hace 150.000 años ya eran
idénticos a los actuales habitantes de África, probándose con ello que el
resto de la Humanidad
no ha podido derivarse de ellos, resulta cada vez más patente que, como
clarividentemente escribieran Eugene
Harris y Jode Hey, investigadores de la Universidad de New
Jersey: La teoría de que África fue la cuna de todos los seres humanos, tiene
sus días contados.
Todos los antropólogos se empiezan a temer
que lo que yo bauticé como el castillo de
naipes africano tiene, efectivamente, sus días contados. Lo que quiere
decir que, descartadas África y Asia como matriz de nuestra especie, huérfanas como
se hallan ambas de evidencias incontestables de la presencia del homo sapiens que posean una mínima
antigüedad, todos los indicios apuntan hacia la vieja Europa, por algo conocida desde antiguo como el Viejo continente... Y es
en este contexto en el que deben situarse pronunciamientos como éste que
reproduzco a continuación, surgido de la pluma de George Constable:
Durante la época de apogeo de los
Neanderthales, los más antiguos hombres verdaderos vivían ya en algún lugar
desconocido de la Tierra. Y
ello, piensan algunos antropólogos, tal vez desde hace millones de años. Hasta
que hace unos cien mil años los genuinos seres humanos saltaron a la escena
evolutiva, bien sea matando a los hombres bestias, bien dejando que perecieran
por su propia ineptitud.
Pero si el hombre moderno existía desde hacía tanto tiempo, ¿dónde estaba
oculto?
La respuesta a esta pregunta la tiene
Constable en las páginas precedentes. Y la corroboración, en las páginas que
siguen.